En este sentido es importante el daño que
los fanatismos de todo tipo pueden infligir a
nuestras sociedades y así, no podemos dejar
pasar al más acuciante y actual que amenaza
muy seriamente nuestra civilización cristiana:
el fanatismo religioso, del que minorías fanáticas
y radicales, son extremadamente intolerantes
y peligrosas con los demás, llegando
hasta acciones terroristas de muertes indiscriminadas
hace unos años, en Madrid, Londres
o Nueva York o contra otras comunidades religiosas,
cristianas-coptas, últimamente en
Alejandría e Irak.
Los fanatismos, las violencias, efectivamente,
no deben confundirse, mezclarse o
consentirse con la tolerancia. Cada vez somos
más numerosos los que pensamos que en ese
sentido, los 44 países cristianos de Europa (25
católicos, 10 ortodoxos y 9 protestantes) al
amparo de una falsa tolerancia, están “bajando
la guardia” ante otras culturas y formas sociales,
de siglos antagónicas. La admisión incontrolada,
bondadosa o espléndida, derivadas de un paternalismo político interesado
y erróneo sobre personas, sin contratos
de trabajo, a las que se les “regala” numerosas
ventajas en educación, sanidad y subsidios,
que producen un efecto llamada –de todos conocido–
crean una inmigración insostenible e
incontrolada, que unido a una difícil integración
de estas personas y con culturas diferentes,
pueden a la larga, con la crisis actual, en
pocas décadas, crear graves problemas de
convivencia hacia radicalismos –como últimamente
aparecen en Cataluña– para en un
segundo paso exportar terrorismo islámico a
la bondadosa y tolerante Unión Europea.
Alemania con casi 4 millones de turcos,
Francia con más de 3 millones de musulmanes
y España con más de 1 millón de magrebíes y
subsaharianos en continuo aumento, representan
una avanzadilla de lo que los especialistas
en inmigración predicen para un futuro
no lejano: un periodo de islamización sobre
todo para España, por su proximidad al Estrecho
y por las grandes facilidades que se dan
para su expansión social, cultural y religiosa.
Con todos los respetos que se merecen esas
pobres gentes que en principio solo buscan su
supervivencia; muchos pensamos –como
BURKE– que se está pasando “el límite más
allá del cual la tolerancia deja de ser virtud”.
Y en consecuencia, deberíamos utilizar más
en todos los ámbitos los valores que contienen
más respeto, firmeza y prudencia, que tolerancia
e intolerancia que conducen siempre
a la confrontación y a la violencia.
Por ello, es necesario distinguir el significado
de las palabras en el lenguaje, el tono y
contexto en el que son dichas; sobre todo si se
trata de ideologías o de personas. Muchos
pensamos, que en la actualidad, los conceptos
de tolerancia e intolerancia están excesivamente
manipulados, adulterados y politizados.
Así, aparece, por ejemplo, el eslogan:
“Contra la violencia de genero, tolerancia
cero” y en cambio nuestra democracia es muy
tolerante con la ley del aborto, donde mueren
todos los años violentamente miles de niños
inocentes e indefensos en las clínicas abortistas.
“El tabaco mata”, y el Estado lo vende
en los estancos, o la clase política “es tolerante
para sí, e intolerante” para la oposición,
y viceversa.
Sobre la violencia de género hay muchas
vergüenzas que callar, muchas verdades que
proclamar, y sobre todo mucho trabajo que
hacer por parte de todos, en especial, por los
responsables del mundo familiar, cultural,
educativo y de salud pública. En este reducido
espacio, razones de la complejidad y amplitud
del tema, aconsejan solo decir que la violencia
de género es el triste resultado del fracaso de
unas políticas sociales erróneas, con pérdidas
continuas de principios, valores y dejaciones,
que año tras año, siglo tras siglo y quizás milenio
tras milenio, afectan gravemente a la
persona, a la familia y a la sociedad. Así, el
machismo, el protagonismo del hombre, su
egoísmo y violencia, la desigualdad de derechos
con la mujer… han acampado a sus anchas,
desde las cavernas hasta nuestros días.
Muchos pensamos que se habla demasiado
de “tolerancia y de intolerancia” y poco de
“respeto y firmeza”. Personalmente, con mis
escasas luces filosóficas, prefiero el respeto a
la persona que la tolerancia hacia ella. El respeto
presupone comprensión y diálogo pero
no reconocimiento y aceptación de la conducta
ajena cuando ésta es reprobable o que
hace daño a los demás. La tolerancia, en cambio,
puede conducir al disimulo, aprobación y
admisión de hechos ilícitos (según conciencia
de cada cual) sin consentirlos expresamente.
Por ello y porque la persona es lo más importante
en cuanto a responsabilidad y trascendencia
de sus actos; el respeto, la firmeza, el
diálogo, la educación y el espíritu abierto,
deben prevalecer sobre la tolerancia o la intolerancia.
Todo lo demás conduce a posibles
posturas violentas, intransigentes o equivocadas.
En esos términos se expresaba Fernando
Arrabal al decir: “Los fanatismos que más debemos
temer son aquellos que pueden confundirse
con la tolerancia”.
n efecto, la tolerancia no nos puede llevar
siempre a admitir y consentir, por sistema, el
mal; a disimular las ideas o cosas que son ilícitas,
ni a consentirlas expresamente. Otra
cosa es el respeto y consideración que debe
haber hacia las opiniones o prácticas de los
demás, aunque repugnen las nuestras. No obstante,
todo no es válido, todo en el ser humano
no es lícitamente ilimitado. Todo tiene un límite
en el que las conciencias nos dictan lo
que no debemos rebasar y la tolerancia también
lo tiene.